A Fred lo conocí el día que asesinaron a Caín. Se armó un gran revuelo en todo el edificio. Primero fueron los gritos, luego los disparos, y después la policía y toda la investigación de lo sucedido. Todos fuimos interrogados. Aún ignoro cómo pudo Fred obtener las fotos, supongo que son gajes de su oficio: llegar primero que nadie al lugar. El caso es que nunca me atreví a preguntarle por eso de sus paranoias, pero sospecho que sí lo hizo la policía, pues se pasó algunos días en comisaría.
Sombras y luces: muerte o vida
Ya han pasado varios meses en este infierno sin captar la imagen necesaria para volver a casa.
Un nuevo amanecer rojizo me brindaba otra oportunidad para continuar vivo. Era como si los rayos del sol hubiesen absorbido la sangre de los derrotados, para luego derramar lágrimas de fuego sobre ellos. Desde aquella torre defensiva donde me encontraba, ponía empeño en distraer la mente junto al soldado que hacía su turno de vigilancia. La conversación no era nada agradable. El miedo nos tenía atenazadas las voces y resultaba difícil la misión, con la rabia comiéndome los pies, por no poder hacer nada. La noche anterior había sido dura, como venía sucediendo desde el último mes. Cruentas batallas contra un enemigo adaptado al terreno, que no veíamos, que sabía camuflarse en aquel entorno tan hostil. Una vez más, mis ojos serían testigos cómplices de la masacre acontecida, desconociendo la suerte de muchos soldados que salían de patrulla y no regresaban. ¿Estarían ellos ahí abajo?
Lo peor ocurría cuando aquel sol rojo, desde lo más alto, y en su máximo apogeo, iniciaba su abrasador beso. El hedor de miles de cuerpos salvajemente mutilados que yacían en el páramo, sin que nadie se atreviera a dar cabida a aquellos huesos en una improvisada sepultura. Ese hedor me acompañaría hasta la hora de mi regreso. Todo comenzó aquel día en el que a algún científico se le ocurrió la fórmula para dar vida a la oscuridad. Sí, lo que oyen, algo ocurría en la penumbra que no acertábamos a descifrar, ni siquiera nos atrevíamos a salir cuando aquellas sombras deambulaban cerca de la fortificación. Cientos de formas gélidas habían invadido la noche. El momento para un poco de diversión, un whisky, una partida de cartas o simplemente para el descanso, se había convertido en una eterna hechicera de insomnios y pesadillas. Aquellas extrañas formas que dominaban la oscuridad se alimentaban de ellas, creciendo y adaptándose para congelar todo a su paso. Nada con una pequeña partícula de calor quedaba vivo. Se habían ensañado con la especie que las creó, pero mis tristes ojos hacía tiempo que no veían sobrevolar a ningún buitre, para que algo diera cuenta de aquellos cuerpos. Ahora más que nunca necesitábamos la luz, pero debíamos ocultarnos bajo tierra, en aquel búnker improvisado, si queríamos ver el siguiente amanecer. La época de las cavernas, sin fuego, sin sonido alguno, sin valor, solo sobrevivir iluminando la esperanza de regresar sanos y salvos, o esperar a que la suerte se cruzara con el tiro de algún francotirador y acabar aquella locura de una vez.
Una madrugada de domingo que regresaba de festejar con unos amigos mi cumpleaños, coincidí con Margaret esperando por el ascensor. Enseguida me llamó la atención por su potente y enigmático físico. Las facciones de su rostro eran hermosas y delicadamente femeninas, pero denotaba cansancio, algo de tristeza y, probablemente, muchas horas de ocultas decepciones. Congeniamos enseguida, y aunque el alcohol que ambas llevábamos en el cuerpo influía en soltarnos la lengua, resultó ser una grata compañía en los días sucesivos. En más de una ocasión salimos juntas de compras, paseos, o simplemente a divertirnos.
De crisálida a mariposa
Oculta en sombras, oculta entre sus miedos, sin percatarse apenas de mí, como ausente, una mujer atractivamente andrógina contempla su rostro perfectamente maquillado, mientras la observo a través del espejo. Años de experiencia, de esfuerzo, de sufrimiento, para lograr su objetivo, su felicidad.
Cada vez, una y otra que se mira, no ve más allá de lo reflejado, ya apenas recuerda quien fue, o quizás no quiere, pero lo sabe, y los años no olvidan ni perdonan. Con treinta y seis a sus espaldas, pateándose las calles, me pregunta qué la impulsa a seguir, cuando en el reloj suena tímidamente una alarma: la una, nos anuncia.
Esa alarma es mi condena o mi salvación -dice Margaret.
Debo ir una vez más. Es necesario.
Y con total predisposición, atraviesa la puerta y sale. Ha elegido para la ocasión un vestido negro ceñido que realza sus curvas, ajustado a la cintura, como envolviéndola. Ese vestido estaba fundido en ella formando una sola y única pieza de arte. Abierto a la espalda, dejaba mostrar su hermoso cuerpo. Lo acompañaba con unas altas zapatillas de fino tacón en color rubí, una pequeña gargantilla y su bolso. Su inseparable amigo que ocultaba de la mirada de curiosos todos sus tesoros: la llave de su diminuto piso, el móvil con su larga lista de contactos, barra de labios, perfume, una caja de condones, y sus juguetes sexuales.
Esa noche tenía una cita especial de la que me había hablado y de la que en más de una ocasión le advertí del peligro que suponía jugar ese juego. Había convertido a su mejor cliente en su amante con un solo propósito. Así que llegó a su cita, con tiempo suficiente para preparar el escenario. Esa noche debía ser perfecta. Había reservado la mejor habitación del hotel sin que faltase detalle: botella de champán, flores, fruta fresca, velas…
Lágrimas, derramo lágrimas mientras lleno mis maletas con escasos detalles de mí. Algo de ropa, varios libros, unos pocos discos, alguna fotografía y mi desesperación. Oigo gritos e insultos al otro lado de la habitación. Sé lo que está pasando, sé lo que ocurre sin verlo…, mi madre envuelta en llanto, ocultando su rostro entre las manos. Mi padre ahogándola en gritos…
-No quiero a ese desgraciado aquí. Ese hijo de puta es una deshonra para esta familia. Debe irse.
Veinte años habían transcurrido desde que su padre lo despreciara, desde que lo descubriera vestido con la ropa de su hermana, maquillándose ante el espejo y sin mediar palabras alguna le arrancara a golpes todo vestigio de pintura de su rostro.
-Bien criado, bien educado, mis sueños depositando en él y me sale con estas. ¡Que se muera! -fueron las últimas palabras que su padre le dirigió.
Sí, veinte años y tres meses desde que lo encontró en aquel salón del hotel. Él era la cita de esa noche. Su anterior cliente le había comentado que tenía un amigo que lo estaba pasando algo mal y que necesitaba de sus encantos para distraerse. Esa noche le había dado su número para que la llamara y concertara una cita y, días después, allí estaba. Tuvo deseos de salir corriendo cuando al entrar en el salón descubrió que su nuevo cliente era él, su padre. Aquel día estaba allí, ante ella, hablando de sexo, de sus gustos, sin ni siquiera reconocerla, como si tal cosa.
Sabía que su físico no era el mismo, había cambiado, pero en el fondo estaba su mirada, sus ojos eran los mismos, su color de pelo también, solo que antes era corto y ahora una bonita melena rubia rodeaba su cara, pero aun así no la había reconocido, y jugó. Decidió llevarlo a su terreno, a lo que mejor sabía hacer. A su cama y sus sutiles juegos de amor. Lo engatusaría y cuando llegara el momento lo despreciaría.
Y ese momento llegó. Después de tres meses para ganarse su confianza, que le pesaban como una losa, todo estaba listo en la habitación del hotel, donde le rompería de un mazazo todos sus desprecios. Sobre la cama había depositado su ropa de antaño, sus libros, sus discos y sus fotos. Todo expuesto como si de mercancía de un rastrillo ambulante se tratara. Con eso afloraron viejas fobias que arrastraba con ella, pero debía librarse de esa carga para siempre.
En el baño de la habitación aguardaba la señal su amigo Eddy, su peluquero desde hacía años, y algo más de vez en cuando. Él la quería y haría lo que fuera por ella. Era su confidente.
Así pues, todo estaba preparado para la gran noche, la última. La que haría que se liberara de todos sus miedos, de odios acumulados en años. Años de muchas injusticias, de insultos y maltratos en el colegio, de despojos y principios, de psicólogos y tratamientos, de oscuros pateos por calles sucias y estrechas, de vejaciones por parte de extraños por ganarse unos duros y miserables euros con los que poder llevarse algo a la boca que no fuera el pene de un hombre. Años de alojamiento de su madre, de su hermana, sin saber qué hacer ni a donde ir, de ocultaciones solo por haber nacido distinta, por estar en un cuerpo ajeno a su mirada. Mirada reflejada en ese espejo, el espacio del odio y de la incomprensión. Frente a ese espejo desmaquillaría su rostro y cortaría su hermosa melena en el preciso momento, liberándose así, capa a capa, de la crisálida que la envolvía para dejar volar a la mariposa que siempre había sido, que estaba en ella, llevándose con ese vuelo todos sus temores y gritando ante aquel que la había juzgado sin conocerla: «soy libre de ti… es hora de que tú también lo seas».
Final relatos planta 7a del libro Andenes en el abismo
Maribel Díaz