Continuación Relatos Andenes (7a planta)

A Fred lo conocí el día que asesinaron a Caín. Se armó un gran revuelo en todo el edificio. Primero fueron los gritos, luego los disparos, y después la policía y toda la investigación de lo sucedido. Todos fuimos interrogados. Aún ignoro cómo pudo Fred obtener las fotos, supongo que son gajes de su oficio: llegar primero que nadie al lugar. El caso es que nunca me atreví a preguntarle por eso de sus paranoias, pero sospecho que sí lo hizo la policía, pues se pasó algunos días en comisaría.

Sombras y luces: muerte o vida

Ya han pasado varios meses en este infierno sin captar la imagen necesaria para volver a casa.

Un nuevo amanecer rojizo me brindaba otra oportunidad para continuar vivo. Era como si los rayos del sol hubiesen absorbido la sangre de los derrotados, para luego derramar lágrimas de fuego sobre ellos. Desde aquella torre defensiva donde me encontraba, ponía empeño en distraer la mente junto al soldado que hacía su turno de vigilancia. La conversación no era nada agradable. El miedo nos tenía atenazadas las voces y resultaba difícil la misión, con la rabia comiéndome los pies, por no poder hacer nada. La noche anterior había sido dura, como venía sucediendo desde el último mes. Cruentas batallas contra un enemigo adaptado al terreno, que no veíamos, que sabía camuflarse en aquel entorno tan hostil. Una vez más, mis ojos serían testigos cómplices de la masacre acontecida, desconociendo la suerte de muchos soldados que salían de patrulla y no  regresaban. ¿Estarían ellos ahí abajo?

Lo peor ocurría cuando aquel sol rojo, desde lo más alto, y en su máximo apogeo, iniciaba su abrasador beso. El hedor de miles de cuerpos salvajemente mutilados que yacían en el páramo, sin que nadie se atreviera a dar cabida a aquellos huesos en una improvisada sepultura. Ese hedor me acompañaría hasta la hora de mi regreso. Todo comenzó aquel día en el que a algún científico se le ocurrió la fórmula para dar vida a la oscuridad. Sí, lo que oyen, algo ocurría en la penumbra que no acertábamos a descifrar, ni siquiera nos atrevíamos a salir cuando aquellas sombras deambulaban cerca de la fortificación. Cientos de formas gélidas habían invadido la noche. El momento para un poco de diversión, un whisky, una partida de cartas o simplemente para el descanso, se había convertido en una eterna hechicera de insomnios y pesadillas. Aquellas extrañas formas que dominaban la oscuridad se alimentaban de ellas, creciendo y adaptándose para congelar todo a su paso. Nada con una pequeña partícula de calor quedaba vivo. Se habían ensañado con la especie que las creó, pero mis tristes ojos hacía tiempo que no veían sobrevolar a ningún buitre, para que algo diera cuenta de aquellos cuerpos. Ahora más que nunca necesitábamos la luz, pero debíamos ocultarnos bajo tierra, en aquel búnker improvisado, si queríamos ver el siguiente amanecer. La época de las cavernas, sin fuego, sin sonido alguno, sin valor, solo sobrevivir iluminando la esperanza de regresar sanos y salvos, o esperar a que la suerte se cruzara con el tiro de algún francotirador y acabar aquella locura de una vez.

Una madrugada de domingo que regresaba de festejar con unos amigos mi cumpleaños, coincidí con Margaret esperando por el ascensor. Enseguida me llamó la atención por su potente y enigmático físico. Las facciones de su rostro eran hermosas y delicadamente femeninas, pero denotaba cansancio, algo de tristeza y, probablemente, muchas horas de ocultas decepciones. Congeniamos enseguida, y aunque el alcohol que ambas llevábamos en el cuerpo influía en soltarnos la lengua, resultó ser una grata compañía en los días sucesivos. En más de una ocasión salimos juntas de compras, paseos, o simplemente a divertirnos.

De crisálida a mariposa

Oculta en sombras, oculta entre sus miedos, sin percatarse apenas de mí, como ausente, una mujer atractivamente andrógina contempla su rostro perfectamente maquillado, mientras la observo a través del espejo. Años de experiencia, de esfuerzo, de sufrimiento, para lograr su objetivo, su felicidad.

Cada vez, una y otra que se mira, no ve más allá de lo reflejado, ya apenas recuerda quien fue, o quizás no quiere, pero lo sabe, y los años no olvidan ni perdonan. Con treinta y seis a sus espaldas, pateándose las calles, me pregunta qué la impulsa a seguir, cuando en el reloj suena tímidamente una alarma: la una, nos anuncia.

Esa alarma es mi condena o mi salvación -dice Margaret.

Debo ir una vez más. Es necesario.

Y con total predisposición, atraviesa la puerta y sale. Ha elegido para la ocasión un vestido negro ceñido que realza sus curvas, ajustado a la cintura, como envolviéndola. Ese vestido estaba fundido en ella formando una sola y única pieza de arte. Abierto a la espalda, dejaba mostrar su hermoso cuerpo. Lo acompañaba con unas altas zapatillas de fino tacón en color rubí, una pequeña gargantilla y su bolso. Su inseparable amigo que ocultaba de la mirada de curiosos todos sus tesoros: la llave de su diminuto piso, el móvil con su larga lista de contactos, barra de labios, perfume, una caja de condones, y sus juguetes sexuales.

Esa noche tenía una cita especial de la que me había hablado y de la que en más de una ocasión le advertí del peligro que suponía jugar ese juego. Había convertido a su mejor cliente en su amante con un solo propósito. Así que llegó a su cita, con tiempo suficiente para preparar el escenario. Esa noche debía ser perfecta. Había reservado la mejor habitación del hotel sin que faltase detalle: botella de champán, flores, fruta fresca, velas…

Lágrimas, derramo lágrimas mientras lleno mis maletas con escasos detalles de mí. Algo de ropa, varios libros, unos pocos discos, alguna fotografía y mi desesperación. Oigo gritos e insultos al otro lado de la habitación. Sé lo que está pasando, sé lo que ocurre sin verlo…, mi madre envuelta en llanto, ocultando su rostro entre las manos. Mi padre ahogándola en gritos…

-No quiero a ese desgraciado aquí. Ese hijo de puta es una deshonra para esta familia. Debe irse.

Veinte años habían transcurrido desde que su padre lo despreciara, desde que lo descubriera vestido con la ropa de su hermana, maquillándose ante el espejo y sin mediar palabras alguna le arrancara a golpes todo vestigio de pintura de su rostro.

-Bien criado, bien educado, mis sueños depositando en él y me sale con estas. ¡Que se muera! -fueron las últimas palabras que su padre le dirigió.

Sí, veinte años y tres meses desde que lo encontró en aquel salón del hotel. Él era la cita de esa noche. Su anterior cliente le había comentado que tenía un amigo que lo estaba pasando algo mal y que necesitaba de sus encantos para distraerse. Esa noche le había dado su número para que la llamara y concertara una cita y, días después, allí estaba. Tuvo deseos de salir corriendo cuando al entrar en el salón descubrió que su nuevo cliente era él, su padre. Aquel día estaba allí, ante ella, hablando de sexo, de sus gustos, sin ni siquiera reconocerla, como si tal cosa.

Sabía que su físico no era el mismo, había cambiado, pero en el fondo estaba su mirada, sus ojos eran los mismos, su color de pelo también, solo que antes era corto y ahora una bonita melena rubia rodeaba su cara, pero aun así no la había reconocido, y jugó. Decidió llevarlo a su terreno, a lo que mejor sabía hacer. A su cama y sus sutiles juegos de amor. Lo engatusaría y cuando llegara el momento lo despreciaría.

Y ese momento llegó. Después de tres meses para ganarse su confianza, que le pesaban como una losa, todo estaba listo en la habitación del hotel, donde le rompería de un mazazo todos sus desprecios. Sobre la cama había depositado su ropa de antaño, sus libros, sus discos y sus fotos. Todo expuesto como si de mercancía de un rastrillo ambulante se tratara. Con eso afloraron viejas fobias que arrastraba con ella, pero debía librarse de esa carga para siempre.

En el baño de la habitación aguardaba la señal su amigo Eddy, su peluquero desde hacía años, y algo más de vez en cuando. Él la quería y haría lo que fuera por ella. Era su confidente.

Así pues, todo estaba preparado para la gran noche, la última. La que haría que se liberara de todos sus miedos, de odios acumulados en años. Años de muchas injusticias, de insultos y maltratos en el colegio, de despojos y principios, de psicólogos y tratamientos, de oscuros pateos por calles sucias y estrechas, de vejaciones por parte de extraños por ganarse unos duros y miserables euros con los que poder llevarse algo a la boca que no fuera el pene de un hombre. Años de alojamiento de su madre, de su hermana, sin saber qué hacer ni a donde ir, de ocultaciones solo por haber nacido distinta, por estar en un cuerpo ajeno a su mirada. Mirada reflejada en ese espejo, el espacio del odio y de la incomprensión. Frente a ese espejo desmaquillaría su rostro y cortaría su hermosa melena en el preciso momento, liberándose así, capa a capa, de la crisálida que la envolvía para dejar volar a la mariposa que siempre había sido, que estaba en ella, llevándose con ese vuelo todos sus temores y gritando ante aquel que la había juzgado sin conocerla: «soy libre de ti… es hora de que tú también lo seas».

Final relatos planta 7a del libro Andenes en el abismo

Maribel Díaz

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Continuación relatos Andenes

7ª planta

Conocí a Erika uno de esos días en los que el ascensor decidió averiarse con nosotras dentro, así que hablamos largo rato. Era una famosa fotógrafa profesional, independiente, que desde niña amaba la fotografía y a los animales, más todo aquello relacionado con este arte. Algo tímida y reservada, consideraba que su única forma de expresar lo que sentía, lo que no sabía decir con palabras, lo dirían sus fotos. A sus cuarenta años había resultado premiada en numerosas ocasiones por varias revistas de naturaleza, y sus trabajos, aclamados por la crítica, llevaban algunos meses siendo expuesto en importantes galerías de arte que ella ni siquiera visitaba. Frente a su piso, ubicado en la séptima planta, vivía otro fotógrafo, pero este era reportero de guerra, por lo que pasaba grandes temporadas fuera de la vivienda. Según Erika, Fred, que así se llamaba, estaba bastante paranoico por algo que le había sucedido en uno de sus reportajes anteriores, y también obsesionado con tomar la fotografía definitiva que le diera fama para poder retirarse. Pero ahora dejaré que sea ella quien nos cuente su historia y luego narraré el relato que tanto ofuscaba a Fred.

Retina que no retiene

La vida es una composición fotográfica, alguna en negativo, como presagiando los malos recuerdos, o quizás simples instantáneas de momentos entrañables de otras personas; también las hay endulzadas en tonos sepia o pastel. Es difícil determinar esa cuestión cuando sólo eres una mera espectadora y no participas de los hechos, o cuando el transcurrir de los años deteriora el color de aquella fotografía que un día fue el gran acontecimiento. El primer día de colegio, por ejemplo, y con tan solo seis años, llena de contrastes, brillos y colores, pletórica de felicidad, sonríes enseñando tus dientes aún calientes y sin madurar. Con tu maleta a cuadros amarillos y grises, al igual que el uniforme de peto con aquellos cuadrados de tonos grisáceos acompañados de unos altos calcetines marrones y unos zapatos que debías mimar, del mismo color. Todo huele a nuevo, al cuero de tu primera maleta, a frescor de colonia, a limpio de uniforme, a cariño de orgullosa madre, a tristeza de hermanos por tus horas ausentes, a inocencia, y las coletas que tensan a una niña que da el primer paso hacia la mujer que será.

La primera vez que tuve en mis manos una cámara fue el modelo Polaroid Supercolor 635. Recuerdo agitar y soplar las fotos que salían de ella con la misma emoción que ante una tarta para ver cuanto antes el resultado, pero también recuerdo que no era mía, y las fotografías eran tan frías y ajenas que no retuve las imágenes. Resulta extraño que me guste ese arte, captar vida con un ojo tan inanimado que necesita de obturación, contraste, velocidad y trípode, para transmitir con total seguridad sensaciones que te pierdes y luego, tras el paso de los años, abriendo el cajón donde conservas esos álbumes, intentas recuperar lo que perdiste preguntándote donde estará el trípode que ahora necesitas.

Cientos y cientos de sentimientos en cada fotografía, pero no te conformas y te dices que debes mejorar la calidad. Que la vida es mejor en compañía y te compras el modelo Olympus AF-1 diciéndote que ahora todo se verá distinto. Y pasan los años compartiendo cámara y momentos, y con ellos el modelo Olympus Mini Digital S Weatherproof da comienzo a otra generación y otra forma de pensar. ¡Genial!, estás a la moda y fardas con más estilo. Significativas mejorías aparecen en la rutina diaria y sueñas, crees que ya controlas. Comienza la aventura y haces de lo cotidiano una profesión. Adquieres el último modelo y una Canon EOS 550 entra en acción. Le añades todos los componentes necesarios, con sus filtros sofisticados de colores de los que aún ni sabes cuál será el adecuado para la exposición. Te compras la mejor mochila, varias baterías, y una buena tarjeta de memoria mientras la tuya se pierde entre fotografías. Los planes empiezan a tener cabida en la cabeza y de repente el viaje de tu sueño está en camino. Bellos paisajes desfilan por el ojo. Verdes y amplias sabanas, ríos con movimiento de mandíbulas, perezosos glotones grises enseñándote sus dientes, lagos rosado por tantas aves de cuello y patas largas, monos osados atacando turistas por un trozo de comida, guepardos audaces en intrépida carrera, manadas de cebras y ñús atontados en una vida colectiva, leones dormitando bajo la atenta mirada de la líder del clan, que controla su territorio mientras los cachorros juegan a dominar. Y la cabaña. La cabaña de madera. Aquella sobre la colina bajo cuyos pies una planicie se adentra hasta el horizonte; con una pequeña mesa y dos sillas a la entrada donde poder sentarte a contemplar el atardecer que se pierde entre la sabana;esa que horas antes habías recorrido en un Jeep. La cabaña con sus dos camas con doseles cubiertas por la mosquitera y calentadas por viejos caloríferos de cobre, un solitario arcón, un armario de penetrante olor a teca y un pequeño baño con una alcachofa de ducha tan grande y antigua, que temes que caiga sobre tu cabeza por si te hace despertar de lo que parece un sueño. Una taza con forma arcaica y una palangana con su jarra blanca llena de agua complementan el resto del baño. Agua, agua como la que corre por tus mejillas cuando recuerdas: «Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong», y buscas desesperada, dentro de la mujer que eres, a la niña de seis años que te sonríe. Y al cabo de tantos años, después de hacer una promesa que rompiste como se rompe la foto del desamor, tienes por fin tu propia cámara. El modelo Olympus Stylus XZ-2 con pantalla táctil y reversible para obtener fotografías de tu persona: ¡porque sí!, ahora tienes tu cámara y eres profesional de los «selfies» a una solitaria cara que te enseña unos dientes de leche cortada y amarga, mientras los desteñidos colores de tu piel quedan guardados entre arrugas de una fotografía y de una galería donde exponer tan solitario triunfo.

Continuará con siguiente relato…

Maribel Díaz

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Andenes en el abismo (continuación)

Comenzaré a relatar estas historias, desde los más próximos a la zona que ocupaba, el ático, e iré bajando hasta el sótano. Como ya he mencionado, se trataba de un edificio antiguo, de estilo colonial, con cuatro viviendas por planta y un patio interior, de paredes blancas con bastantes desconchones, grandes puertas y ventanas excesivamente decoradas, pisos de terracota que ya habían perdido su color característico y tejas algo más enmohecidas y sueltas que cuando se instalaron. Algunas de las ventanas, sobre todo las de la tercera planta, tenían enrejados antiguos de hierro y, hasta hoy, no he sabido si su función era impedir que entrara alguien, que saliera, o simplemente decorar tan inhóspito lugar. El caso es que allí estaban quizás para disuadir a los posibles ladrones, aunque no había nada de valor en aquellas oficinas, por lo menos en la que yo trabajaba, usada para archivos documentales de otras empresas. Algunas se dedicaban a labores humanitaria, una especial de centro social u ONG, otra a la venta de ropas usadas o vintage y, la última, a investigar vidas privadas; vamos, lo que se dice detectives. En fin, nada que mereciera la pena robar.

7ª Planta

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Andenes en el abismo

Cuando me seleccionaron para aquel puesto de trabajo no entraba dentro de mis planes, pues tan sólo tenía treinta años, y vivir en el mismo edificio en el que a diario se desarrollaría parte de mi existencia no me hacía especialmente feliz. Reconozco que al final la experiencia resultó ser satisfactoria, no así las adversidades iniciales: nunca sospeché que la mayoría de los vecinos adolecían de un mal que llegué a llamar «el maleficio del tiempo». Parecían estar atrapados dentro de relojes de los que no había forma de desconectar.

El edificio en cuestión era una construcción bastante antigua, por no llamarla vieja, que constaba de siete plantas, un bajo, un patio interior, un sótano, y un minúsculo ático que terminé ocupando por la nada despreciable cantidad de trescientos euros. Y digo esto porque mi sueldo por aquel entonces era de seiscientos al mes, más una ayuda de doscientos que me enviaba mi estimada abuela Nora, y que empleaba básicamente en comer.

La primera vez que visité aquella oficina, situada en la tercera planta del inmueble, deseé salir corriendo, pero me tranquilicé porque con la suerte que solía tener, supuse que no me volverían a llamar. Además, no cumplía con los requisitos del puesto: no era ni soy auxiliar administrativa (ni siquiera hoy sé cómo administrar mi vida), de ahí la incuestionable labor de mi abuela, conocedora de la verdadera vocación que persigo, escribir, y de mis constantes cambios de ocupación. Yo lo llamo crecimiento. Para Nora, sin embargo, era una disminución progresiva de su dinero. Yo esperaba (si todo iba según lo previsto, pues he llevado a una editorial varias copias de estos relatos a fin de recibir una contestación positiva o una oferta para la publicación del libro), devolverle con creces a mi querida abuela su inestimable ayuda.

Como ya indiqué al principio, me eligieron y comencé a trabajar a las tres semanas de instalarme en el ático. Un ridículo espacio de «concepto abierto», por dar una imagen moderna a la situación, que lo único grande que tenía (y era de agradecer) era la ventana. Por ella entraba la mayor parte de la luz de aquel habitáculo, que contaba con un sofá cama de medio cuerpo, pues no había forma de meter completo el mío; una mesa redonda de tres patas, que pasaba la mayor parte del tiempo ocupada con mis libros y el portátil, más que como el espacio para comer, y una cortina muy florida que le daba el único toque primaveral a tan triste estancia.

Era la encargada de separar el resto del lugar: el hueco donde poder ducharme y despejar mis necesidades: un agujero con desagüe y una taza de wáter.

Pero esta no es mi historia, sino la de todos los inquilinos que cohabitaban en aquel penoso edificio. Vidas paralelas, como ya escribiera Plutarco, en modo vertical y en el que, relato a relato, intentaré contar lo que supe de ellas, ya que pude conocer a algunas en los cinco años que allí estuve, aunque sin muchas confianzas. Reconozco que me gusta más observar y escuchar que participar en tertulias entre plantas y ascensor, el cual, para mi desgracia, estaba siempre más averiado que en funcionamiento, aunque también resultaba una forma de hacer ejercicio después de haber permanecido sentada varias horas en la oficina.

Comenzaré a relatar estas historias……

….CONTINUARÁ

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Última selección de Mensaje-Planta

20 de agosto

Déjame contarte una historia,

una que no hable de los años,

de las pérdidas de la paridad y de los calcetines que desaparecen.

Déjame decirte que nada recuerdo porque me ahogo en ellos.

De las noticias que no escucho ni los periódicos que no compro,

de las mentiras con divertidos colores,

de las noches enredadas y la cama sin hacer,

de las nubes que se deforman y del mar,

cuando es gris.

De las pequeñas cosas que no importan

y el montón de ropa sin lavar,

de cuando me pican los ojos y no encuentro el colirio,

de tu carácter y el mío, y las monedas que no ahorramos…

Esta es una historia que no deja titulares,

que se pierde entre los antiguas excavaciones,

que se desvanece como la foto de la polaroid,

porque no tengo tus manos,

porque no soy experta en conservar,

porque no soy atrevida

…y todo se me escapa del azul…

¡déjame!… y te contaré.

21 de agosto

En el fondo,

somos cómplices de la contaminación,

fabricantes de eclipses para ocultar nuestras manías

y giramos imantados sin llegar a ninguna parte,

sin encontrarnos.

El mar es un cementerio lleno de sal y burbujas de cristal,

y el pez martillo, no está por la labor.

Respirar es solo para valientes,

sin máscaras, sin residuos, sin ti.

En el fondo,

¿qué queda de nosotros más que desechos?

¿Y cómo explicar al mundo?

que ya no es mundo, en el fondo.

23 de agosto

Estoy rellena de pájaros anímicos,

que acumulan paja en los huecos de mis ojos,

de mis oídos, de mi mente.

Ya no hay cantos en las mañanas ni café para dos,

solo ramas resquebrajándose,

como las grietas sin tapar del techo

y una bombilla marchita se consume en la lámpara,

como las raíces de mi tronco.

No llueve hace tiempo, las hojas se están parasitando

y cualquier brisa las desmiembra,

para caer en un bosque de silencio,

donde tu huella, no pasa.

Cada día soy más una muñeca de serrín,

que un árbol con sombra.

No hay brotes sin poda, sin riego, sin tu amor…

Necesito un cauce para morir,

una corriente que me acerque hasta ti

y ver por última vez todo tu azul, todas tus mareas,…

y llevo conmigo, todo lo que te llevaste.

19 de octubre

Me duele el espacio que has dejado,

los muebles que guardan tu eco

y cualquier libro sin historia,

el garaje sin el monovolumen

y que queden luces encendidas.

Sí,

ya sé que tengo acumuladas las manías,

que no me gusta una puerta abierta ni la forma de evadirte,

pero qué quieres,

aún me cuesta calcular el precio de la compra

y el despilfarro en derrotas,

es la cuota de pago por tu ausencia…

el bono social es negativo a mi nómina

y debo descomponer esta metástasis de tu partida.

Ya ves,

el otoño no deja de ser otoño,

mientras siguen cayéndose las columnas

y yo tenga frío…

…¡qué gris me viste cada mañana,

cuando hurgo en las gavetas

y todo está usado…!

Selección de poemas del libro Mensaje-Planta. Espero que les gusten. Saludos cordiales…

Maribel Díaz

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MENSAJE-PLANTA (Continuación poemas año 18)

22 de junio

Me crecen entre las uñas,

escamas de veneno,

mientras miro sangrar,

toda tu estructura,

cortarse la leche y tu respiración.

Ahora digiero las noticias

y continúo buscando tus huesos.

25 de junio

No tengo pruebas para mi defensa.

Sé que la escalera es versátil,

soy culpable del alcohol que quema mis palabras

y de que el letrero esté torcido.

Subir me provoca caídas,

el gato se cansa de mis vómitos y evito encontar tu alianza.

Mañana vuelve a abrir la feria

y aún no he llegadoal último peldaño,

solo trago estos vapores,

antes que se derrita el hielo.

27 de junio

A día de hoy, sigo desnuda

viendo bocetos entre telas desgarradas,

con la misma bata, en el mismo sofá, en la misma pose.

Las paredes desprotegidas de tus cuadros,

los pinceles pegados a la paleta,

las pinturas de colores asustadas de sus colores

y el tocadiscos rayando el mismo disco.

Bises de la misma canción que escuchábamos en el bar,

para salvar de entre las cenizas de tu estudio,

mi morfología.

El único caballete que sostiene aún,

nuestro retrato

y así poder, posar, posar para ti,

de nuevo, desnuda.

12 de agosto

Tantas carencias para habitarnos

y solo necesitaba una palabra,

una que agotase el silencio,

que incendiase la construcción del resto,

de los pronombres masificados en los aeropuertos

y sus tasas…

Tazas para un té o para un Tú…

Tú, que no pediste cuarenta cosas sino una decisión

y me olvidé de lo importante…

trabas para la ropa que no cabe en ninguna maleta

y las etiquetas…

Extravié todos los permisos sin permitirme vivir,

pisando un félpudo donde ni los gatos dejan sus pulgas.

No, no es indispensable atontar,

mi salida está cerca ya sabes donde encontarme

y aquí,

no se necesita permiso para entrar,

ya sabes que no me gusta.

Maribel Díaz

(Selección de poemas del libro Mensaje-Planta, Edición 2020)

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