UN ASIENTO CON RECLAMACIONES

Hola, me llamo «Lío» y como el propio nombre sugiere, lío que formo cada día cuando me levanto y hoy, debo contarles una historia. Será breve, pues al ser yo el protagonista, aún se está desarrollando. No lo hago para hacerme el héroe ni para llamar la atención. Mi único interés es no olvidarme de Marta y teniendo en mi mente tantas ocupaciones, pudiera suceder. Ésta tarea que me he asignado, la llevo a cabo hace ya dos veranos y algunos días de otoño, cuando él lo permite, pues no debo salir con lluvia y mojarme. Oxidaría parte de mi vida y puede que a mis padres no les gustase mucho que llegara a casa chorreando agua y embarrado. (Yo por supuesto hubiese disfrutado). Y mentiría si dijera que no persigo nada más. ¡Sí, lo persigo: quiero hacer una reclamación!

Por eso deseo contarles con mucha ilusión, un trozo de vida…de la mía.

Mis padres me han educado bien. Tengo trece años, soy buen estudiante, mi coeficiente intelectual está por encima de la media y aunque no voy a ningún colegio especial  (prefiero el de siempre y a mis amigos), sí tengo dos cursos más avanzados que mi edad y he participado en competiciones académicas entre colegios. También soy bueno con los deportes y práctico varios de ellos. De hecho estoy inscrito en un equipo de baloncesto.  No me considero nada exigente pero tampoco me conformo fácilmente y soy muy batallador. Pregunto mucho, me gusta estar informado y no dejo nada sin resolver, tanto es así, que por norma concluía los trabajos de clase de mi hermana (aún siendo mayor, dieciséis, y estar un curso por delante), he arreglado algún que otro pequeño electrodoméstico de mamá y hasta papá ha solicitado de mi ayuda en algún apaño casero.

Quisiera hablarles del suceso que cambió mi vida para siempre. Hoy veo las cosas desde otra perspectiva y desde otro ángulo. Me he vuelto más parco en palabras pero no en acciones. Cuestiono todo lo que me rodea e intento aportar con la crítica, ideas y soluciones.

«Y hoy no será tampoco el día que me vaya a la cama sin clavar en mi mapa, un ícono reivindicativo.»

Así que como todas las mañanas, me lanzo a la calle con un solo propósito. Pasear sorteando mi particular carrera de obstáculos. Es un buen ejercicio y debo por tanto ir equipado adecuadamente.

Lo primero es observar por la ventana como amanece el día. Lo siguiente mirar en el ordenador buscando información en las redes sociales sobre rutas, calles, lugares, parques, obras, en fin…zonas comunes de ocio y disfrute diario que precisen mi ojo observador. Y para concluir, imprimo el parte meteorológico para hoy y mañana. No conviene muchos días, el tiempo es muy cambiante, como mi estado de ánimo. Así que lo actualizo lo más a diario posible. Visto, analizado y comprobado, comienzo a vestirme.

Ya no soy un crío y lo hago solo. Es una ardua tarea pero me reconforta. Me da confianza en lo que hago y seguridad en mis decisiones.

Improvisando,pues soy algo especial en la forma de vestir y no sigo tendencia alguna, más bien rompo con las modas, decido la ropa que ponerme. Antes lo hacía mamá y no es que me molestará, pero su gusto difiere mucho del mío y sí aún se lo permitiera, seguiría vistiéndome como a un crío. (De hecho aún me trata como tal y habla de mí con la vecina como de su niño).

Por último, me calzo mis zapatillas de running preferidas. Son cómodas, de alegres colores, de atado fácil y muy ligeras. La envidia de muchos compañeros de clase  (ahora estamos en proceso vacacional pero a la vuelta, volveré a lucirlas con mucho orgullo). Llevaba tiempo deseando tenerlas, desde el verano pasado, que mis padres me acompañaron al campamento de estudios y talleres alternativos para estudiantes avanzados.

Allí conocí a Eduardo, mi profesor de actividades deportivas y a sus zapatillas mágicas. Volaba con ellas y mi imaginación detrás. Era tal los saltos que daba que parecía tener muelles en el talón y cuando corría, apenas se le oía llegar, pues su suela era especial, tenía un buen agarre y amortiguaba suavemente el impacto del pie contra el suelo. Él me enseñó a confiar en mí y mis capacidades físicas. Sacó a flote mi fortaleza. Motivó mi mente y mi cuerpo con ejercicios diarios de supervivencia y aventura.

De hecho aquel campamento estaba en medio de un colosal y espectacular bosque con una pequeña laguna. Cerca de allí, estaba el «centro», en un claro y bien resguardado montículo, donde las medidas de seguridad eran tan extremas que no parecía un campamento de verano sino una institución de alto rendimiento para deportistas de élite y aventureros. Era para facilitar que si ocurría algún incidente, tipo incendio, pudiéramos salir sin problemas, ya que junto a esas casetas que nos servían de alojamiento, se encontraba el parque forestal, guardián de aquella maravillosa estructura de árboles que nos envolvía, con su helipuerto, su torre de vigía y hasta la propia laguna, estaba provista de embarcadero con sus propios botes, necesarios para una posible evacuación. (Tal vez fuesen esas medidas y la calidad tan detallada de las instalaciones, lo que inclinó la balanza a mi favor y que mi padre, más objetor que mamá, permitiera que pasara allí un mes de las vacaciones escolares).

¡Esa laguna fue una grata experiencia para mi! Las aguas eran tan cristalinas que no era capaz de identificar donde comenzaba y donde terminaba el firmamento. Todo se reflejaba y confundía mi mente. No distinguía el cielo del agua, pareciera que todo era espacio y yo, volara en él, suspendido,…¡de no ser por la húmeda y refrescante sensación que me rodeaba!…

Allí volví a sentir ligero mi cuerpo, y libre, flotaba como en una de esas nubes que veía arriba y abajo, en su inmenso azul, cuando aquella tarde de calor sofocante  y después de estar varias horas de  correrías, Eduardo nos llevó a varios de los compañeros y a mí, a nadar en la laguna. Fue un momento entrañable pues me hizo volver a mi infancia más tierna y pura. Cientos de imágenes vinieron a mi cabeza, como el día que vi el mar por primera vez y cogido de la mano de mi hermana….

…..CONTINUARÁ……

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