A mi madre y tías
Hacía un día agradable. Lucia un hermoso y espléndido sol. Sí, soleado pero sin ser caluroso pues se estaba terminando el invierno y aunque él esparcía sus tenues rayos, aún eran frías las mañanas. Pronto llegaría la primavera y sus primeras señales fluían en el ambiente. El día amaneció con un cielo despejado, de un color azul tierno muy intenso limpio y claro, donde abundantes nubes de dulce algodón blanco rodaban alegres. Con aroma a hierba mojada y tierra fresca en el aire, chuchangas desinquietas dejando su pequeño rastro, ranas eufóricas anunciando con sus cantares que agua, había, algunas mariposas revoltosas luciendo sus alas y pájaros mimosos revoloteando por lluvia de baño recibido, alzaban su trino con alegría.
Dos días atrás había llovido copiosamente. Tanto, que las aguas bajaron caudalosas y con fuerza por aquel barranco….
….(hasta aquí, la breve introducción poética a un pequeño relato que quiero contar por partes, de un lugar remoto pero entrañable en muchos corazones)…..
…Ahora lo hacían en calma, formando charcas donde meter los pies y chapotear hasta enchumbarse desde los ñoños a la cabeza. Era domingo, no recuerdo bien la hora, pero seguro que muy temprano pues aún retumbaban mis oídos con el grito del Olegario, ¡vociferando! Anunciaba su llegada, no sin antes hacer sonar un viejo cencerro que colgaba del cuello de su fiel compañera, la mula Chana (como él la llamaba). ¡El pan! Pan caliente. ¿Cuántos te pongo?
Era costumbre el reparto de pan de casa en casa dejándolo en muchas ocasiones amarrado al picaporte de la puerta. La cobranza requería de otra estrategia. El sigilo. Pues más de uno abusaba del encanto de Cho Olegario dándole el pufo y éste una vez por semana, y en días alternos, pasaba en silencio con la esperanza de sorprender al deudor y así recaudar los cuartos. En esas ocasiones, envolvía en un cacho guata el badajo del cencerro de Chana para que no le delatara. No era la forma habitual de ganarse su jornal diario. De todos es conocido que él y su mula son los apañados pluriempleados del pueblo. Tanto iban de reparto con el pan en las mañanas, como acarreados de agua, cántaros de leche y cuanta mercancía fuese menester cargar pal cacique del pueblo, así como también en alguna ocasión prestar a Chana con los servicios de traídas y venidas de algún vecino.
La tarde del sábado había pasado con muchos agobios para mi madre y nervios para mí. Había que dejar todos los preparativos listos. Nada quedaba al azar y mucho menos para última hora. La mañana del día siguiente todo tenía que estar arranchado para la partida. La labor sería dura y cuanto antes se comenzara, antes volveríamos. Así que entre hermanas, tías, primas y demás mujeres (vecinas todas en su mayoría), quedaba la faena hablada pero cada una tenía que despabilarse con lo suyo. Era objetivo común en las familias ayudar con algunas faenas y acompañarse hasta en quehaceres tan simples como lavar. Por tanto, había que «requintar» los barreños con la ropa sucia, coger los trozos de jabón a emplear, el añil, los baldes, la comida y bebida a compartir con las demás. Sí, eran días de buenas alegadurias, de paliques, de critiqueos, de ponerse al día con los comentarios y noticias de lo ocurrido en el pueblo, bueno, dicho de otra forma, de golifiar. De ejercicios madrugadores yendo cargadas hasta los topes para lavar las prendas en el barranco. Puede que para aquellas aguerridas mujeres fuese una ardua y fatigada tarea pero para nosotros, los chiquillos, hijos de madres aferradas a costumbres pueblerinas donde aún no había llegado el progreso, significaba una caminata cargada de fiesta, de diversión. Eran mis días preferidos pero sin llevar puesta la ropa de gala, la de los domingos, con la que obligatoriamente sólo te dejaban pasear como una «toleta» pa’rriba y pa’bajo de la calle principal y pa’cudir a misa. Así que emocionada y con nervios en el estomago, ayudaba sin queja ni protesta alguna en los quehaceres necesarios para no demorar la víspera, la faena de trabajo y diversión que aguardaban a unas y a otros. Y al amanecer de ese día, brincando de la cama, salía corriendo a por el pan en cuánto oía aquel cencerro. No esperaba ni al grito del Olegario. Mi labor era sencilla: preparar los bocadillos con los que acallar las primeras fatigas que surgieran en el camino. Los primeros gritos triperos de los glotones de turno que sin llevar nada a cuesta se fatigaban antes que ninguno. El desayuno lo apañaba con el condute preferido por la mayoría: «chorizo de perro», si se prestaba la ocasión, pues era costumbre diaria la mantequilla rancia.
Ya por la tarde había ayudado a mamá con el barreño, el balde, el troceado de la pastilla de jabón, la sábana o mantel con el que ocultar la ropa sucia poniéndose a modo de cubierta sobre la pila en cuestión, que una vez ageitada dentro del barreño y en su preciso momento, también haría las veces de mesa ya que se extendería sobre la tierra a la hora de comer y por supuesto, en la búsqueda no menos importante del «paño». Sí, era el elemento primordial en todo el proceso. Debía ser el adecuado, el ideal, el perfecto, para una vez enrollado en sí mismo se convirtiera en la prenda de trabajo más útil y necesaria. «El ruedo «: paño a modo de círculo que se utilizaba sobre la cabeza para amortiguar la carga, acomodando el peso de la misma cuando fuese colocado sobre ella el gran cacharro que contenía la ropa tanto sucia a la ida, como limpia a la vuelta. Eso cuando los medios lo permitían, pues lo más normal era hacerlo con la anea del tronco de la platanera. Pero si equivocabas la elección o fallabas al hacerlo, podías llegar a ser la comidilla que alimentara las risas y burlas de todo el grupo, pues las torcidas del barreño y su posible caída, pasaban a ser tema importante de conversación, de descosidas enaguas, desbaratadas bragas de elásticos manidos sujetadas con cordones deshilachados y calzones remendados que quedarían a la vista de todos, e incluso con apuestas de por medio de cuánto tardaría en volverse a caer. También era excusa para el descanso ya que obligaba a pararnos para colocar todo correctamente.
Así que la comitiva estaba lista para la partida.
El punto de reunión, como siempre que tocaba lavado, era el patio delantero de la casa de «Tata Minga». Se encontraba al principio del camino que cogíamos «pa’l» barranco: era pues obligado iniciar allí el trayecto. Realmente no era tía de nadie pero la llamaban todos así cariñosamente por su desinteresada alegría en repartir lo poco que tenía y dar cobijo a todo aquel que lo necesitara. Más de un espabilado se pasaba por allí «pa’quejarse» del frío y le ofreciera una buena taza de algo tan preciado como el café que por alguna razón, en su casa no faltaba. Había oído contar que llegó al pueblo de la mano de un hombre grande y apuesto,……..
……..CONTINUARÁ …..