…CONTINUACIÓN…
Había oído contar que llegó al pueblo de la mano de un hombre grande y apuesto, con dinero de sobra, que se hizo con media parte de él, y que allí la dejo a ella «malimpiada», pues era chocha pa trabarse, tras levantarle la casa. Nunca entré, pero los que habían llegado a conseguirlo decían que era muy grande, fría y vacía. A mi me gustaban los dos patios que daban «pa’la» calle. Uno estaba en la parte de atrás, junto a un huerto repleto de un montón de manjares que no me eran conocidos y por los cuales perdía la vista, y en más de una ocasión, se me fueron las manos. El otro se encontraba delante de la vieja casona. Estaba cubierto de un enrejado apañado con unos tablones desconchados y vergas a modo de cubierta, por donde trepada el parral en su época de floración con maltrechas enredaderas que hacían las veces de techumbre y todo atestado de bonitas plantas en latas rumbrientas por el tiempo, que alegraban la vista. De una higuera que era la encargada de dar sombra a un desvencijado banco de madera donde sentarnos al fresco y de un bernegal cubierto de culantrillo que nos refrescaba el gaznate con su agua bien fresquita. Debía haber sido una señora casa pero el tiempo al igual que con «Tata Minga», se había encargado de ellas. Ambas estaban necesitadas de apaños y compañía. Así que hasta allí nos acercábamos, peleándonos por un sitio donde sentarnos mientras otras llenaban las lecheras con agua fresca del bernegal y esperábamos la llegada del resto.
Todas debían estar listas y esperando la señal de Cha Maríaquien presto su voz para indicar el comienzo de la jornada y en fila de una con ella al frente partió la jarca de mujeres por la angosta vereda con paso firme y rápido. No habrian paradas. Era la mayor del grupo. Por tanto, la que debía «timoniar». La voz en gobierno para dirigir aquel tropel de mujeres con sus hijos. Chiquillería importante ya que más de una no tenía con quien dejar al cuidado y era de obligado cumplimiento cargar con la criatura, en más de una ocasión, en volandas a pesar de quejas y desasosiegos.
Una vez alcanzado el lugar apropiado y con las condiciones adecuadas al fin perseguido, pues no se trataba de cualquier rincón del barranco ya que todos no eran idóneos: ¡debía cumplir unos requisitos! Estar en una zona apartada de miradas de medianeros que acudían a labrar las pocas tierras del hacendado de turno que estaban preparadas «pa» tal fin; eran mujeres decentes y no se debía mostrar las vergüenzas ya que se solía aprovechar la ocasión «pa» lavar también las ropas que se llevara puesta, más darse un buen baño desde los pies hasta la cabeza. Que fuese zona tranquila pa las correrías de los chiquillos y que tuviera una orilla de sombra donde descansar llegado el momento, y otra de sol, donde cupieran todas las mujeres y por supuesto, con su inestimable piedra donde frotar. Remanso de agua con la profundidad adecuada para el enjuage de las prendas y que soportara nuestras continuas zambullidas, y de cauce con agua suficiente para el lavado y una «tajea» cerca por si agua «pa»beber o cocinar faltase. Pero eso bien lo conocía Cha María, ya que eran años pasando esa información de generación en generación. Sólo una vez alcanzado ese sitio, se paraba la comitiva.
Después de casi dos horas haciendo el mismo cansado recorrido, de cruzar y rodear, de subir y bajar, hasta llegar a ese lugar «en las quintas timbambas», por fin estábamos allí; el sitio donde se nos acostumbraba a ir desde pequeña a lavar con nuestras madres y éstas a su vez, lo hicieron con las suyas.
Cha María era la única con menos carga a sus espaldas pero llevaba la más importante, la de la continuidad. La enseñanza impuesta para que no se perdiera en el olvido la tradición de su madre a todas las siguientes mujeres que entre bromas y risas, llevaban a cabo aquel quehacer doméstico tan alejadas de sus casas, acudiendo al mismo recodo del barranco que año tras año, las veía envejecer. Ah…, también era la encargada de llevar algo muy pero que muy importante para todas nosotras: el condumio.
Ese lugar era conocido con el nombre de «las cañas » por hallarse cerca un impresionante cañero que era el paraíso de juegos por ser un magnífico escondite de críos y no tan críos, ya que servía para otro tipo de juegos.»Pa enamorados «. Más de una buena moza fue allí sorprendida cuando yendo a por prenda, salió prendada.
Una vez allí y antes de escapar de las miradas controladoras de nuestras madres, debíamos ayudar en la descarga, elección, colocación y separación de todos los barreños de ropa clasificándola, como si de un mercadillo de venta ambulante se tratara. Luego echábamos a suerte con el juego «¿adivina que?», a quién le tocaría el cáncamo de estar a cargo de vigilar a los más pequeños del grupo, quedándose mermada su diversión.
Mientras, ellas ya habían remangado sus refajos, descalzado sus pies de las lonas, las que podían tenerlas, pues solían estar agujereadas y era preferible ir descalza a pesar de pequeños tropiezos (siempre había tierra «pa»parar la sangre de los dedos). Esas lonas eran un tesoro que se usaban de fiesta en fiesta prestándose entre hermanas y tenían que durar.
Una vez metidas en el agua, daba comienzo el mojado de las ropas para su enjabonado y arrodillándose en el suelo, escarranchadas de patas, se dejaban entre ellas la «batidera».
Sol o sombra: como elegir el lado de faena. Por el mismo sistema de juego que el nuestro: ¿adivina qué?. Era un juego tramposo pues su simpleza facilitaba el engaño. Consistía en estar una frente a la otra y preguntar que mueca hacía otra que supuestamente se hallaba detrás de ella. Gesticulando o no, lo cierto es que el compadreo y la amistad entre las más allegadas, estaba garantizado.
Con alocadas carreras, salíamos en desbandada como pájaros espantados por doquier en el mismo instante en que nuestras madres comenzaban con sus estridentes carcajadas, a reírse de la primera de ellas que imprudentemente había resbalado y dado un partigazo. Nuestras correrías no pararían hasta llegar al charco de «la coruja»: un lugar especial lleno de leyendas, secretos y cuentos de abuelas en donde saltar y brincar sin miedo a rompernos los dientes o a partirnos la crisma, pues era el único lugar en todo aquel paraje que se podía considerar llano y con una buena zona de baño. De alguna manera que no llegábamos a comprender, era la poza de agua más honda de todas y siempre, unas más que otras, no le faltaba agua salvo los meses de calufa donde sólo quedaba un pequeño vestigio de su abundante líquido. Siempre nos hacíamos la misma pregunta al llegar allí. ¿De dónde sale esa agua que aún queda en la charca? (Hasta los patos salvajes parecían sorprendidos). Y luego nos mirábamos haciéndonos una nueva, ¿y de dónde le viene el nombre? Especulábamos con los cuentos que les oíamos a nuestras abuelas. Mesturando las historias habíamos llegado a la conclusión de que la coruja fue una mujer bastante fea y que lloraba su magua de desamor en aquella charca, mientras se ocultaba entre cañas «pa» golifiar los amores ajenos.
Y los juegos comenzaban…»al escondite», claro. Mientras Luisa contaba los números apoyando su cara en el tronco de un limonero, mi amiga Marta y yo, nos evadíamos del grupo poniendo rumbo a nuestro escondite particular, ya que aquel apartado lugar, la charca de la coruja, ocultaba otro secreto que nosotras habíamos descubierto. La entrada a una estrechísima vereda entre matos, que más bien era un paso «pa»animales que «pa»personas y del cual no salías sin algún magullazo de zarzas y malas hierbas, que nos llevaba justo a una huerta abandonada en una loma quedando por encima de las cabezas y a espaldas de nuestras madres. La torreta de vigilancia y chismes ideal para escuchar sin ser vistas. Sabíamos que aquello no era apropiado y que nos regañarían si fuésemos sorprendidas. Así que debíamos permanecer en silencio y espiar con cautela….
…CONTINUARÁ….