7ª planta
Conocí a Erika uno de esos días en los que el ascensor decidió averiarse con nosotras dentro, así que hablamos largo rato. Era una famosa fotógrafa profesional, independiente, que desde niña amaba la fotografía y a los animales, más todo aquello relacionado con este arte. Algo tímida y reservada, consideraba que su única forma de expresar lo que sentía, lo que no sabía decir con palabras, lo dirían sus fotos. A sus cuarenta años había resultado premiada en numerosas ocasiones por varias revistas de naturaleza, y sus trabajos, aclamados por la crítica, llevaban algunos meses siendo expuesto en importantes galerías de arte que ella ni siquiera visitaba. Frente a su piso, ubicado en la séptima planta, vivía otro fotógrafo, pero este era reportero de guerra, por lo que pasaba grandes temporadas fuera de la vivienda. Según Erika, Fred, que así se llamaba, estaba bastante paranoico por algo que le había sucedido en uno de sus reportajes anteriores, y también obsesionado con tomar la fotografía definitiva que le diera fama para poder retirarse. Pero ahora dejaré que sea ella quien nos cuente su historia y luego narraré el relato que tanto ofuscaba a Fred.
Retina que no retiene
La vida es una composición fotográfica, alguna en negativo, como presagiando los malos recuerdos, o quizás simples instantáneas de momentos entrañables de otras personas; también las hay endulzadas en tonos sepia o pastel. Es difícil determinar esa cuestión cuando sólo eres una mera espectadora y no participas de los hechos, o cuando el transcurrir de los años deteriora el color de aquella fotografía que un día fue el gran acontecimiento. El primer día de colegio, por ejemplo, y con tan solo seis años, llena de contrastes, brillos y colores, pletórica de felicidad, sonríes enseñando tus dientes aún calientes y sin madurar. Con tu maleta a cuadros amarillos y grises, al igual que el uniforme de peto con aquellos cuadrados de tonos grisáceos acompañados de unos altos calcetines marrones y unos zapatos que debías mimar, del mismo color. Todo huele a nuevo, al cuero de tu primera maleta, a frescor de colonia, a limpio de uniforme, a cariño de orgullosa madre, a tristeza de hermanos por tus horas ausentes, a inocencia, y las coletas que tensan a una niña que da el primer paso hacia la mujer que será.
La primera vez que tuve en mis manos una cámara fue el modelo Polaroid Supercolor 635. Recuerdo agitar y soplar las fotos que salían de ella con la misma emoción que ante una tarta para ver cuanto antes el resultado, pero también recuerdo que no era mía, y las fotografías eran tan frías y ajenas que no retuve las imágenes. Resulta extraño que me guste ese arte, captar vida con un ojo tan inanimado que necesita de obturación, contraste, velocidad y trípode, para transmitir con total seguridad sensaciones que te pierdes y luego, tras el paso de los años, abriendo el cajón donde conservas esos álbumes, intentas recuperar lo que perdiste preguntándote donde estará el trípode que ahora necesitas.
Cientos y cientos de sentimientos en cada fotografía, pero no te conformas y te dices que debes mejorar la calidad. Que la vida es mejor en compañía y te compras el modelo Olympus AF-1 diciéndote que ahora todo se verá distinto. Y pasan los años compartiendo cámara y momentos, y con ellos el modelo Olympus Mini Digital S Weatherproof da comienzo a otra generación y otra forma de pensar. ¡Genial!, estás a la moda y fardas con más estilo. Significativas mejorías aparecen en la rutina diaria y sueñas, crees que ya controlas. Comienza la aventura y haces de lo cotidiano una profesión. Adquieres el último modelo y una Canon EOS 550 entra en acción. Le añades todos los componentes necesarios, con sus filtros sofisticados de colores de los que aún ni sabes cuál será el adecuado para la exposición. Te compras la mejor mochila, varias baterías, y una buena tarjeta de memoria mientras la tuya se pierde entre fotografías. Los planes empiezan a tener cabida en la cabeza y de repente el viaje de tu sueño está en camino. Bellos paisajes desfilan por el ojo. Verdes y amplias sabanas, ríos con movimiento de mandíbulas, perezosos glotones grises enseñándote sus dientes, lagos rosado por tantas aves de cuello y patas largas, monos osados atacando turistas por un trozo de comida, guepardos audaces en intrépida carrera, manadas de cebras y ñús atontados en una vida colectiva, leones dormitando bajo la atenta mirada de la líder del clan, que controla su territorio mientras los cachorros juegan a dominar. Y la cabaña. La cabaña de madera. Aquella sobre la colina bajo cuyos pies una planicie se adentra hasta el horizonte; con una pequeña mesa y dos sillas a la entrada donde poder sentarte a contemplar el atardecer que se pierde entre la sabana;esa que horas antes habías recorrido en un Jeep. La cabaña con sus dos camas con doseles cubiertas por la mosquitera y calentadas por viejos caloríferos de cobre, un solitario arcón, un armario de penetrante olor a teca y un pequeño baño con una alcachofa de ducha tan grande y antigua, que temes que caiga sobre tu cabeza por si te hace despertar de lo que parece un sueño. Una taza con forma arcaica y una palangana con su jarra blanca llena de agua complementan el resto del baño. Agua, agua como la que corre por tus mejillas cuando recuerdas: «Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong», y buscas desesperada, dentro de la mujer que eres, a la niña de seis años que te sonríe. Y al cabo de tantos años, después de hacer una promesa que rompiste como se rompe la foto del desamor, tienes por fin tu propia cámara. El modelo Olympus Stylus XZ-2 con pantalla táctil y reversible para obtener fotografías de tu persona: ¡porque sí!, ahora tienes tu cámara y eres profesional de los «selfies» a una solitaria cara que te enseña unos dientes de leche cortada y amarga, mientras los desteñidos colores de tu piel quedan guardados entre arrugas de una fotografía y de una galería donde exponer tan solitario triunfo.
Continuará con siguiente relato…
Maribel Díaz